Por: Jaime Orejarena García

A mediados de la pandemia leí en alguna parte que, refiriéndose a la indiferencia de la gente ante el virus, solo seríamos conscientes del poder destructivo del bicho cuando empezaran a caer personas cercanas, familiares, conocidos. Como en la guerra: mientras los muertos sean ajenos y lejanos, tendemos a ignorarla.

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Si fue así, cada uno lo juzgará. Ahora que no falta quien pregone que “ya estamos saliendo de esta” cuando hasta la OMS se muestra dudosa de si estamos saliendo o más bien entrando, las cicatrices de la pandemia se nos muestran de variadas maneras. Las más sutiles, por serlo, no dejan de ser muy graves y dolorosas.

La cicatriz de la economía es la más difícil de ocultar. Es una sutura de muchos puntos que atraviesa el rostro. Y como aquel que la sufriera intentaría taparla con bufandas, barba, maquillaje, aquellos a quienes la pandemia pateó mandando sus ingresos al carajo, se lanzaron al rebusque como si allá, en el rebusque, ya no estuvieran aquellos que otras crisis engendraron y que por ser hijos de la pobreza, navegan en pobreza intentando mantener la cabeza fuera del agua turbia de la necesidad.

Para el caso de las mujeres ocupadas informales, en las 13 ciudades y áreas metropolitanas la proporción fue 45,2 %, mientras que en el mismo mes de 2019 fue 48,5 %.

Dentro de a quienes pomposa y miserablemente se les trata de suavizar la situación a la vez que se les encumbra a donde la mayoría no podrán llegar llamándolos “emprendedores”, hay un grupo cada vez más grande que ven en dos factores su salvación: la calle y la comida. O la comida callejera ambulante sea preparada o no. O “acercar al consumidor final los insumos requeridos para la ingesta correcta de nutrientes ofreciendo ventajas como la de no tener que salir de sus hogares” como redactaría cualquiera de esos nuevos sabios del mercadeo que tienden a llenar con palabrejas lo que no son capaces de cubrir con conceptos. (Y eso que me faltó incluir dos o tres palabras en inglés que cuando aquéllos las pronuncian, hasta la propia Reina Isabel se ve tentada a matricularse en Open English pues siente que habla muy mal. O very mal, para mantener la idea).

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A la calle se ven lanzados por la necesidad miles cada día. Sin brújula, sin norte, sin apoyo. Solo con hambre y, quizás, un coche infantil que nadie usaba ya, donde llevan el “surtido”. A gritar en busca de clientes, barrio a barrio, a competir con los que desde antes ya tenían su negocio en esas calles y ¡cómo no!, no van a dejar montar competencia tan fácilmente.

Van a intentar “ganarse el día”. Vendiendo frutas y verduras, “arreglando la depresión” (la olla de- presión, al gritar no se le escucha diferencia), “lavando sus muebles”, ofreciendo: “se arreeeeglan za-pa-tos…”, patacones, huevos, solteritas, “mazamoooorra…”, muebles, tamales, pulpa de frutas, helados, comprando reciclaje, cogiendo goteras y “destapando sin romper” hasta el que le hace honor a un concepto de moda por estos días: “pollo campesino a crédito”. La tal “cadena de frío” puesta a prueba en una nevera vieja de icopor.

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¿A cuánto equivale “ganarse el día”?: ¿30 mil? ¿20 mil? ¿Acaso 10 mil pesos? ¿Quién sobrevive con lo que queda de eso después de sacar costos y en qué condiciones? ¿Cuánto zapato hay que gastar para lograr “ganarse el día”?

Una cosa es cierta: si siguen pasando es porque siguen vendiendo. De lo contrario, buscarían otra zona u otro oficio. Y eso que parece buena noticia, es la peor porque perpetúa su miseria, mantiene su esperanza dentro del rango de la pobreza, les calma el hambre con arroz y sopa de pastas y les adormece al punto de creer que todo está bien.

Cuando uno lee que 6 de cada 10 colombianos, viven del rebusque, de la informalidad, no lo entiende tan claramente como cuando se asoma por la ventana y ve pasar la miseria montada en una carreta.

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