Tuve la alegría de recibir la visita de unos extranjeros y Bogotanos, de esos bien refinados y encopetados, quienes con mucho temor vinieron a la celebración del cumpleaños de un amigo en común.

Comencé con llevarlos a comer unas empanadas con champús (elíxir de dioses), en El Obelisco, a la orilla del Río Cali y disfrutar de los característicos vientos, bajados de los farallones, de las tardes caleñas.

De ahí nos fuimos caminando por el Bulevar del Río, zona peatonal, con pequeños cafés y artistas callejeros hasta llegar a la Ermita. Al todo el frente, en el último piso de un edificio, hay un mágico lugar denominado La Pérgola Clandestina, donde se divisa la emblemática iglesia, el río y las montañas, al son de música tropical y un cóctel de lulada con aguardiente.

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Cenamos en el restaurante La Cocina, del queridísimo chef el gordo Prado, ubicado en una antigua mansión del barrio San Fernando; excelente y variada carta. Recomiendo el ceviche de pulpo y chicharrón y el risoto de chontaduro con mariscos del Pacífico. Mi vecina remató con un postre llamado «melcochuda», helado con salsa caliente de manjarblanco (arequipe) y frutos rojos. Casi se me revienta la hiel de vérselo comer.

Para quemar las calorías nos fuimos al exótico bailadero de salsa llamado La Topa Tolondra; abajo de la Loma de la Cruz; ahí fue Troya. Nos ubicamos en una de sus terrazas para divisar el inigualable espectáculo de ver bailar salsa caleña. Parejas con su tapabocas, moviendo el esqueleto con la pegajosa y vibrante armonía producida por ese son; es imposible no bailar.

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A medida que el mejor ron de Colombia, Márquez de Valle, 15 años, hacia sus efectos terapéuticos, nuestros visitantes, por más torpes y descoordinados que fueran para el baile, terminaron bailando, hasta que nos sacó la policía por el cierre del lugar por el horario.

Ni un grito, ni una pelea; la gente de una amabilidad extrema, inclusive nos brindaba de sus licores y se ofrecían como voluntarios profesores de baile.

A esa hora y por instrumentos, subimos como pudimos por una calle empinada del antiguo barrios de San Antonio, a la espectacular boutique Casa Níspero, reservado para sibaritas de alta categoría y, los deposité como jumentos, para descansar y prepararse para la fiesta de verdad al día siguiente.

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La conclusión me la dio uno de los visitantes que más miedo había manifestado de venir a Cali: «Ahora entiendo por qué se llama la sucursal del cielo».

Ñapa: No entiendo por qué la administración municipal de Cali no arregla, los cráteres de sitos tan emblemáticos como la rotonda del monumento a la solidaridad, de la 34 con tercera norte; que no se note la pobreza y ni la desidia.

Ñaputa: Me dolió mucho no poderlos llevar al mirador de la estatua de Belalcázar, para divisar la ciudad, porque sigue secuestrada por el alcalde. ¿Hasta cuándo aguantaremos esta ignominia?