Los peruanos eligieron como su presidente a un señor llamado Pedro Castillo quien desde el principio (o quizá desde antes), no tuvo idea de gobernar un país y menos uno como el suyo que se dio el “lujo” de tener a un Fujimori convertido en emperador (cuya hija fue la contrincante del despedido por “incapacidad moral”), algunos otros en la cárcel, uno que prefirió suicidarse cuando lo acusaron de corrupción por el caso Odebretch y un Congreso que como casi todos los de esta parte del mundo, está totalmente desacreditado.
Fue precisamente ese Congreso el que decidió quitarlo del puesto como respuesta a que Castillo, horas antes, intentó dejarlo sin el de ellos. La tragicomedia continuó con el intento del presidente de llegar a la embajada de México, pero el tráfico de Lima no se lo permitió y terminó siendo detenido por la policía. Todo en menos de 3 horas.
Perú padece de casi los mismos problemas de todos los países de la zona como corrupción y una gigantesca desigualdad social. Pero tiene, para empeorar, un sistema de gobierno que permite al Congreso quitar presidentes como quitar manchas de la pared. Además, en este caso particular, ese congreso tenía la mano poderosa del fujimorismo, un movimiento político que se niega a desaparecer y al cual pareciera inmune a los escándalos de su fundador (que estuvo preso hasta hace muy poco), ni las enconadas riñas entre sus propios directivos.
Perú amaneció con la vicepresidente ascendida a presidente y un futuro que no parece muy claro.