Opinión: Kico Becerra

La ociosidad es madre de todos los vicios, decían los mayores y es verdad de a puño.

En estos días pre electorales, donde todo el mundo habla mierda sobre lo que va a pasar, diciendo lo que piensan con el deseo y reenviando mensajes de su candidato, entre los que están convencidos, salimos a cenar con una pareja de viejos amigos, con el compromiso de no hablar de política.

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La conversación de dos parejas ya maduras (bien gechas) terminó hablando de moteles y una de las esposas dijo de manera tajante: «No me quiero morir sin ir a un motel».

¿Qué hacer ante semejante deseo añejo? De culipronto ofrecí que los acompañaríamos en esa excursión motelesca. Mi patrona abrió los ojos, como si le fueran a echar gotas. Una copa de vino más y la fatal pregunta: ¿Cuándo? Respuesta: Cuando quieran (patada debajo de la mesa); ya, dijo nuestra incitadora motelesca.

Escogido el establecimiento y llevada la otra pareja a su casa a recoger el vehículo, previa demora de una hora mientras sacaba unas cositas, salimos en caravana a moteliar.

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1:00 A:M., vestida con anteojos oscuros, sombrero y ruana, nuestra primípara motelera, entraba a la habitación vecina a la nuestra, con una enorme maleta, donde llevaba sábanas de lino, desinfectante de pisos y baños; bactericida en aerosol y un mataácaros traído e importado por Pricesmart.

A los 10 minutos empezó un ruido insoportable en ese garaje con habitación y unos gritos entre la pareja, para poder escucharse; «córrelo para el otro lado”; «mételo más abajo»; «no toqués por ahí, gas”; “bájate de la máquina del amor, no seas cochino”; “encima de la puerta también“; “meté toda la mano bien»; «con ese puto ruido no se concentra nadie»; «ni se te ocurra con el teléfono; «estirala más que se volvió a salir».

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La algarabía alborotó a los vecinos que empezaron a gritar también: «Van a tirar o a gritar”; «apaguen ese ruido y pongan música». La cosa se puso tesa y la protesta hizo que me llamaran al teléfono a pedirme que apagara esa aspiradora y que dejara los muebles en su lugar; les expliqué que no éramos nosotros sino los vecinos y que me trajeran la cuenta que ya me iba; «con esa bulla no descansa nadie».

Cuando salíamos entraba la policía; nuestros amigos no volvieron a llamarnos y he sabido que dicen que los llevé a un motel de mala muerte; ella no alcanzó a lavar el jacuzzi y le cobraron 4 horas, carísimas.

Moraleja: «Solo las damas sencillas disfrutan de los moteles».

Ñapa: ¡Ojalá en el plan de expropiaciones no incluyan los moteles!