Opinión: Mauricio Guzmán Cuevas

Gracias doy a la vida y al tiempo por darme la oportunidad de comprobar en mi país como las odiosas discriminaciones por color de piel, sexo, credos, ideas o condición social, etc. han cedido enormemente y quienes las practican se van convirtiendo en minoría; que existe hoy más sanción social a quien la cometa y eco en las autoridades para castigarla.

No faltan los que se resisten a esa igualdad y por las redes sociales desde el camuflado anónimo descargan toda su amargura porque los privilegios que les permitían discriminar desaparecieron y la «dignidad se ha ido volviendo costumbre».

Preocupa sin embargo que, así como hemos avanzado en igualdad en muchos aspectos, no hayamos conseguido alcanzarla para garantizar la vida. El derecho sagrado de poder disfrutarla sin que sea arrebatada violentamente por la pobreza y la violencia. 

Desgarra comprobar que poblaciones enteras todavía hoy no acceden al mínimo vital y asisten impotentes a su desaparición. 

Tal es el caso de muchas comunidades indígenas ubicadas en nuestro territorio. La mayoría se rigen por sus propias normas, costumbres, valores y cultura ancestral. Y a fe que de estas es mucho lo que aportaron a la evolución social. 

Sin embargo, también es cierto que siguieron prisioneras de otras costumbres y valores que mantienen injustamente a ellas en la desigualdad y el atraso.

Las que se niegan a asomarse a otras culturas y valorar la influencia del conocimiento para enriquecer su estilo de vida, padecen la opresión del machismo más degradante donde el varón tiene los privilegios y la dama todas las cargas. 

Duele comprobar el maltrato y discriminación a la mujer. Todavía es costumbre que el fruto del esfuerzo familiar sea para divertir en borracheras al hombre para luego recibir ella, su merecido sexual a punta de golpes.

Una mujer indígena carece de libertad para escoger, decidir o realizarse so pena de sufrir discriminación y castigo. La conducta masculina amparada en las prerrogativas que les dan sus derechos ancestrales tiene como causa principal de muerte el feminicidio. Y pocas veces su autor paga por su delito, amparados en la impunidad de su jurisdicción. 

El acoso sexual sobre las jóvenes indígenas y su violación es pan de cada día en los noticieros. Ellas, muchas veces, apartándose de sus núcleos se aventuran indefensas a buscar otra suerte, y los monstruos que tenemos afuera hacen su festín. 

Duele que sigamos tan indiferentes ante estos hechos atroces que nos deben avergonzar como sociedad. 

Como es posible que no nos preocupe esta discriminación, maltrato y acoso a las indígenas. 

Las movilizaciones en pro de los derechos de la mujer no pueden continuar esquivando estas injusticias. Las leyes colombianas y la justicia no pueden tener vedado ningún sitio de nuestro territorio para protegerlas.

De qué sirve sacar pecho ante el mundo por nuestros avances en materia de derechos y garantías si no logramos trato humano para nuestras indígenas.

En Colombia y en el mundo los medios de comunicación tenemos el deber de visibilizar y denunciar estas injusticias.

Que no nos toque el día que nos importe más proteger un animal, un árbol o un pedazo de tierra que a una indígena.

Bienvenida la paz total si a ellas logramos garantizarles vivir en dignidad. Nuestras indígenas no pueden ser discriminadas del diálogo donde la razón les dé los mismos derechos.