Opinión: Juan Fernando Cristo
Todos los días los vemos en acción. Vociferan, insultan, agreden, descalifican, amenazan, ofenden. Los adjetivos y calificativos groseros y provocadores los tienen siempre listos, son su munición preferida y pareciera que, ante el desarme y el silencio de los fusiles, deliberadamente hubieran decidido armar la lengua y disparar ráfagas de improperios. Constituyen un verdadero batallón de insultadores que ejercen y disfrutan la violencia verbal. “Narcoterroristas”, “bandidos”, “mafiosos”, “asesinos”, “violadores de niños”, “ masacradores” son sus términos favoritos para referirse a quienes no están de acuerdo con sus ideas. Olvidan sus propios antecedentes en estas materias y que son investigados, e incluso algunos de ellos o sus familias condenados, precisamente por los delitos de los que sindican a sus contradictores. Nunca desarmaron sus corazones. Hace pocos días llegaron a señalar que preferían ver a los guerrilleros disparando y matando en el monte que sentados en el Congreso en el debate de las ideas.
La violencia verbal es tan dañina y peligrosa como la física. La descalificación del adversario sin argumentos, solo con la agresión y el insulto, genera un círculo vicioso de conflicto que perjudica a Colombia. Desde hace cinco años con la amenaza de la entrega del país al ‘castrochavismo’, la llegada de la ideología de género o la expropiación de la propiedad, engañan a la ciudadanía sin importar que tengan que acudir a atizar sentimientos de odio y venganza en los corazones de millones de compatriotas. El clima de agresividad y confrontación es su escenario natural y en el que mejor se desempeñan. Por ello, hoy no distinguen si nos encontramos aún al final del segundo mandato de Santos o al inicio del gobierno Duque. Eso no les importa y, en muchas ocasiones, parece que su ala más radical ejerciera todavía la oposición, como si extrañaran nostálgicamente la presencia del expresidente con quien tienen pesadillas.
La página de la violencia y del conflicto armado no la quieren doblar. La confrontación es mejor mantenerla y, con ella, sostener la contraevidente afirmación de que la paz de Santos fue una mentira, un engaño a los colombianos y a la comunidad internacional. Quieren convertir su triunfo en el plebiscito y en las pasadas elecciones presidenciales, interpretando equivocadamente la voluntad de millones de compatriotas, en una patente de corso para mantener al país estacionado en el pasado de la guerra, sin una mirada hacia el futuro de paz y reconciliación que sí es posible.
Es grave ese empeño en retroceder al año 2002 y aplicar las recetas del pasado a una sociedad que cambió. Pero es aún más peligroso que en ese propósito se pretenda demoler las instituciones, socavar el Estado social de derecho, debilitar la democracia y aislar al país en el contexto internacional. Cada día más las acciones del gobierno coinciden con la visión de país que tienen sus más rabiosos seguidores. Esa actitud es la que impide avanzar en la construcción de consensos sobre el futuro y nos conduce a un riesgoso viaje al pasado.
Cuestionan la concentración del poder en Venezuela pero la buscan con desesperación en Colombia. Confunden gobierno con Estado. Como hace 10 años, la Constitución del 91 les estorba y la Corte Constitucional que la protege y preserva les molesta. Las decisiones de la Corte Suprema de Justicia las rechazan si no corresponden a sus intereses. Si el Congreso adopta decisiones contrarias a sus posiciones entonces presta un servicio a las mafias del narcotráfico y promueve la impunidad. Si el director del Banco de la República expresa una legítima preocupación por el rumbo de la economía, se trata de un ‘santista’ interesado en hacer daño al gobierno. La paz no les gusta para nada y entonces insisten en su empeño de acabar con la Justicia Especial de Paz. Los colombianos no saben que detrás de esa obsesión contra la JEP se encuentra un profundo temor a la verdad. Y, si queremos reconciliarnos algún día, eso sólo será posible con base en el conocimiento de la verdad que nos libera para perdonar.
Tampoco les gusta la presencia de la ONU y sus observaciones en materia de derechos humanos y la acusan, con las mismas mentiras de siempre, como hace 20 años, de aliadas de la guerrilla. Los editoriales y las noticias del New York Times, Washington Post o El Pais, según ellos, también están equivocados y son instrumentos de la izquierda para golpear al gobierno. En fin, no les gusta la separación de poderes; la justicia independiente les estorba; la cooperación de la comunidad internacional para la consolidación de la paz les molesta y las decisiones que adoptan otras instituciones del Estado no son más que una afrenta al gobierno.
Bajo esa óptica, que gana cada día más espacio al interior del gobierno y su partido, las objeciones rechazadas por el Congreso y la Corte Constitucional no fueron una equivocación sino un intento de salvar al país de las garras de la mafia. La insistencia en continuar aferrados al pasado de polarización por el acuerdo de paz no es un error sino la oportunidad de proteger a los colombianos del ‘castrochavismo’. ¿Será que las cortes, el Congreso, el Banco de la República, la prensa internacional, la ONU y los países amigos del Acuerdo de Paz, están todos equivocados o, peor aún, amangualados contra el gobierno? La respuesta es NO. La cosa es mucho más simple. Duque es hoy rehén del ala más radical de su partido.