Se acaban de cumplir 25 años del terremoto del Eje Cafetero que afectó principalmente a Armenia y sus alrededores y que dejó alrededor de 1.200 muertos, 10.000 heridos y cientos de miles de construcciones inservibles.
Los últimos días de enero, bajo el más ardiente sol que se recuerde, cientos de hectáreas de páramos y bosques se han quemado y los expertos sentencian que pasarán decenas de años para que las tierras que ardieron vuelvan a ser lo que eran, sobre todo las de alta montaña.
Entre lo sucedido en 1999 con el terremoto y lo que pasó recientemente con los incendios forestales, hay un factor común: improvisación. En el 99, las normas para construcción antisísmica eran recientes (las primeras fueron del año 1984 como reacción al terremoto de Popayán en la semana santa de 1983), y algunos se las pasaban por la faja. La tragedia de Popayán también impulsó la creación del sistema nacional para atención de desastres que en noviembre de 2011 dio paso a lo que hoy se conoce como UNGRD (Unidad Nacional de Gestión de Riesgos de Desastres).
Las incipientes normas antisísmicas eran de muy reciente creación y, obviamente, las construcciones más viejas no las podían cumplir. Barrios enteros se vinieron abajo. Pero también se cayeron edificios no tan antiguos llegando a encontrarse en los escombros de los pisos superiores, que el hierro de sus columnas había sido remplazado por guadua.
Una vez sucedida la tragedia, vino el caos. Colapsaron todos los servicios de atención y la escasa infraestructura fue superada rápidamente.
Hoy, la norma NSR-10 de 2010 es el reglamento colombiano para construcciones sismo resistentes y reúne lo que el país creó durante muchos años en cuanto al tema. Acabamos de pasar un temblor de 5,6 grados y nos fue bien. Nada que ver con el terremoto de hace 25 años, pero por lo menos en grandes construcciones se nota que las normas se están siguiendo.
Pero en el caso de los incendios, estamos como con la sismo resistencia en 1999: en pañales. Con los actuales se notó el nivel: prevención poca (los cerros orientales de Bogotá tienen especies no nativas tanto en árboles como en arbustos que tienen muy buena relación con la candela…), aquí cualquiera prende una fogata donde le provoca y una vez se presentan los primeros humos que anteceden a las voraces llamaradas, la reacción es, por decirlo de alguna manera, fría. Solo cuando la cosa se agrava y la registran los medios, se le pone atención y se decide ayudar a los bomberos que son los únicos que siempre atienden a pesar de sus limitados recursos.
Mientras alcaldes y gobernadores se quejan de la falta de atención nacional, todo arde. Y mientras llega un helicóptero (¡uno!), todos se pasan la pelota y aparecen, en medio del show, algunos insensatos que sugieren que la solución es meterle cemento al bosque.
Es una improvisación que quema. Pasada la noticia, el asunto se olvidará hasta la próxima tragedia.
El terremoto de Armenia dejó varias lecciones como la mejora en los códigos de sismo resistencia. Los incendios de hoy deberían servir para que el país capacite pilotos, adecúe las naves, modernice los sistemas de monitoreo y, sobre todo, que, al momento de ocurrir, los funcionarios ni se pisen la manguera ni se la pasen echándole la culpa al otro.