Ignoro si es asunto de genes o de cultura, pero es innegable que el colombiano en general piensa en pequeño: tener una casita, comprar un carrito, darse un paseíto, tener sus cositas, son expresiones cotidianas en nuestro entorno que, más allá de un asunto de mera semántica, expresan una forma de ver la vida, una actitud frente a los retos que minimiza la meta y rebaja la exigencia del esfuerzo que se necesita para alcanzar grandes cosas, para conseguir realizaciones personales, para trascender por lo que significa la ruta sin importar lo lejana que esté la meta.
El asunto sobrepasa el nivel íntimo y personal y convierte la sociedad en una sociedad de conformes. Al fin y al cabo, como sociedad, somos la sumatoria de los individuos y si éstos actúan de forma resignada –cuando no francamente pesimista-, el panorama es tan sombrío como el que hoy vemos en muchos sentidos como nación.
Me voy lejos: en el siglo XIX fuimos como Gran Colombia un país con un potencial inmenso. Así lo pensó Bolívar, así lo entendió y murió sin ser capaz de convencer a sus compatriotas que dividir el territorio no era buena idea. En lugar de pensar en grande como el Libertador, nuestros antepasados decidieron despedazar todo, despreciar las virtudes y ventajas de la grandeza y cambiarlas por las inseguridades y comodidades de lo minúsculo.
Cuando en el siglo XX el país invirtió en ferrocarriles (donde se gastó parte de la plata que recibió por el “negocio” de Panamá), lo hizo para la época, no para el futuro. Volvimos a pensar en pequeño. Hoy, cuando el gobierno intenta resucitar ese sistema de transporte, ve difícil por no decir imposible, pasar de la trocha estrecha que tenemos a la trocha amplia que necesitamos.
El aeropuerto El Dorado es un ejemplo claro que ilustra la diferencia. Cuando se construyó, quedaba tan lejos como deben quedar los aeropuertos de las ciudades, pero Bogotá creció y prácticamente lo rodeó. Hoy, en lugar de estar pensando en serio construir el de Flandes para remplazarlo, seguimos con pañitos de agua tibia mientras los vecinos sufren la tortura del ruido permanente.
Hablando de aeropuertos, hubo un alcalde de Pereira que casi concreta un negocio para que la ciudad se quedara con el aeropuerto de Cartago (Valle), que tiene una de las mejores pistas, pero carece de edificio de pasajeros. En el negocio, Pereira quedaba con dos aeropuertos: Matecaña para aviones pequeños y Cartago para los de mayor envergadura. Al final no hubo acuerdo con Cartago y en el asunto tuvieron mucho que ver concejales de la época que pensaban en talla XS.
No faltará quien acuda a la cautela, a la sensatez, como argumento para obrar con más juicio y pregonen que los barcos en los puertos están seguros olvidando que están hechos para navegar, para retar las aguas y los vientos, para medirse contra la adversidad, para aprender de ella y vencer los obstáculos. La mirada contraria equivale a aquel que no le ha quitado las rueditas de los lados a la llanta trasera del triciclo de hijo: si se las deja, jamás aprenderá a montar en bicicleta.
Se acerca Semana Santa. Buen tiempo para reflexionar sobre retos y ambiciones, sobre miedos y logros, sobre decidir hasta qué nivel queremos llegar siendo monaguillos o queriendo ser Papas.