Opinión: Iván Cancino
Advierto que fui incapaz de gastar, para no botar mi dinero a la basura, los 59.000 pesos que cuesta el libro de Santos, La batalla por la paz. Entonces, para tener una idea de la sarta de mentiras del autor –si es que en realidad lo es–, me limité a leer algunos capítulos que aparecieron en la prensa bogotana y una entrevista que concedió a El País de España.
El escrito es, en síntesis, un ataque a Uribe. De hecho, en el reportaje con el diario español, la palabra “Uribe” figuró en 14 oportunidades. Desde luego, Santos no contó en su relato sobre cómo embaucó a Uribe, cómo lo traicionó y cómo logró convertirse en presidente, a los 59 años, sin siquiera haber sido concejal de Bogotá.
No reconoció, por ejemplo, que en 2004 –cuando aún no se hablaba de reelección– José Obdulio Gaviria lo contactó para que se uniera al uribismo y, eventualmente, tuviera un chance a la Presidencia. Era la época en que Santos diariamente se levantaba, desayunaba y quedaba desocupado.
Quince años después, Santos les devolvió el favor a Uribe y a Gaviria calumniándolos en su libro, narrando historias que jamás sucedieron, posando de impoluto y haciéndose ver como un héroe y el integrante de una familia cuyo abolengo supera al de las casas reales europeas.
“El primero que me advirtió de que (me) tildarían de traidor (…) fue Shlomo Ben-Ami”, indicó Santos a El País. Qué bueno que Santos nos hubiera contado que el sujeto en mención es socio del general-mercenario israelí Israel Ziv, quien fue sancionado por Estados Unidos por vender armas en Sudán del Sur al gobierno y a los opositores.
Según Santos, fue elegido gobernante “por haber sido exitoso en la guerra” contra las guerrillas. Sí, claro, como cuando siendo ministro de Defensa salió a cobrar el operativo en que fue abatido Raúl Reyes y al rato se escondió cuando vio furioso al expresidente ecuatoriano Rafael Correa. O como cuando, de afán, lo tuvieron que llamar a decirle que regresara al país porque estaba en marcha un operativo para liberar a Íngrid Betancourt de las Farc.
Simpático, por decir lo menos, resulta el capítulo del “flamante” Nobel de Paz referente al encuentro suyo con Uribe y el papa Francisco, en 2016, en el Vaticano. En él hay una lista interminable de nombres de personajes de la política mundial como para que el lector quede con la impresión de que quien escribe es una especie de Churchill.
Pero tal vez la mentira más grande de los tres capítulos que leí del desaguisado de Santos está concentrada en una frase: “Mi gobierno no persigue a nadie”.
Hombre, Santos, no sea cínico. Por ejemplo, en el caso del exministro Andrés Felipe Arias usted no ha mostrado la más mínima caridad y, por el contrario, ha utilizado todo su poder para aplastarlo. Fue usted mismo el que se encargó de hacer traer de Panamá, donde gozaba de legal asilo, a María del Pilar Hurtado. ¿O ahora va a negar que, gracias a sus intrigas y porque lo criticaban, varios periodistas perdieron sus empleos o sus espacios de opinión?
Lo único cierto que le leí a Santos sobre su insidioso libro es un comentario que plasmó en el periódico madrileño: “He desarrollado una piel de cocodrilo”. A ver, mi doctor: ¿será por aquello de lagarto y porque es capaz de pasar horas enteras observando a su presa a la espera de pegarle el zarpazo?