Una niña que a los 10 años pasa por la sala de partos, fue embarazada unos pocos meses después de cumplir los 9. Sí, así de cruel: a la edad en que muchas de ellas están haciendo la denominada Primera Comunión, un hombre -en su mayoría mucho mayor, lo que hace más ofensiva la situación-, tienen relaciones sexuales con ella y de ese acto sobreviene un embarazo. Una barbaridad por donde se mire.
El saliente director del DANE dijo en una entrevista radial que de todas las cifras que su departamento maneja la que más le impacta es la de los embarazos infantiles y adolescentes y, más que eso, la pasividad con que los entes territoriales asumen esa terrible realidad.
Un informe de su dependencia le pone cifras a ese horror: en 2020, 4.268 niñas de entre 10 y 14 años tuvieron un parto y en el rango adolescente, es decir, entre los 15 y los 19 años, casi 110 mil se convirtieron en mamás.
Las causas, según el informe, están fuertemente relacionadas con el bajo nivel de escolaridad, la deserción escolar y el desconocimiento de servicios de salud sexual y reproductiva y muestran que en el mapa del país donde más suceden hechos de ese tipo o donde en lugar de disminuir, aumentan, es en las zonas más alejadas o pobres como Chocó, Vichada, Guainía, Arauca y Caquetá.
Las frías cifras son aterradoras pero más aterrador es el papel de los hombres que embarazan esas niñas. ¿Quiénes son? ¿Qué edades tienen? ¿Cuál es su parentesco con las víctimas? ¿Qué papel cumplieron como padres?
Porque la espiral en estos casos es infinita y los nacidos de embarazos adolescentes inician su vida en desventaja, sus madres restringen su ya escaso desarrollo personal y la sociedad en general tiene que cargar con una responsabilidad adicional al tener que cumplir con más programas de asistencia mientras los hombres que causaron esos embarazos siguen siendo actores a la sombra de una película de horror.