Por Jaime Orejarena García
A nosotros, la gente de bien, no es que nos gusten las armas, no. La mayoría de los vigilantes que tenemos en nuestras propiedades tienen una. Algunos de nosotros también, así sea de esas que llaman de fogueo. Pero solo las usamos para defendernos de las hordas enfurecidas que armadas con palos, mal vestidas y vociferando, intentan entrar a nuestros condominios. Si nos ven disparando y publican fotos en redes de ese legítimo acto, es para hacernos daño. Si no nos ven, mejor…
Se dicen muchas cosas de nosotros, la gente de bien. Los que más hablan de nosotros, la gente de bien, son los pobres. No entendemos. Y eso que la mayoría de nosotros tiene, mínimo, un pregrado en los Andes o en la Javeriana. Hasta en el Rosario o el Externado. Pero no sabemos si es que es muy difícil entender a los pobres o es que nuestra educación necesitó más Oxford y menos Bogotá.
A diferencia de nosotros, la gente de bien, quienes más nos critican son o serán de la Nacho. ¿Qué tal? Hasta el apodo de su universidad parece un alias de delincuente de esos a los que nuestros héroes de uniforme o sin él (nunca nosotros, claro), persiguen sin tregua. Mientras nuestros papis se esforzaron por pagar nuestros estudios, los papás de los pobres tomaban cerveza, jugaban tejo o le pegaban a la mujer. O todas al tiempo. Y sus hijos, felices, estudiando gratis.
Hay mucho trecho entre ser de la U. de A. de Medellín y ser de la U. de A. de Bogotá. Como 20 millones por semestre. Nosotros, la gente de bien, somos Andinos, o sea, de la segunda. O de la Sergio, fuente de donde ha emanado toda la sabiduría que nos gobierna.
A nosotros, la gente de bien, no nos gustan las cosas gratis. Una de las nuestras lo definió muy bien hace meses: los pobres quieren todo regalado. Ese faro de la moral que se ha sacrificado toda la vida trabajando de gobierno en gobierno tiene por qué saberlo. Los que no lo entienden son ellos, los pobres.
Por eso salen como locos a tirar piedra y se matan entre ellos para después salir a decir que los mató la policía. ¡Ja! Si no fueran por aindiados y sin estudio, los policías serían casi como nosotros, la gente de bien.
En asuntos espirituales, nosotros, la gente de bien, procuramos atender las necesidades terrenales de curas y pastores, mientras otros los critican por asuntos como abusos sexuales (¡válganos Nuestro Señor…!), o por el mal uso de los diezmos que generosa y voluntariamente obtienen. Ir a esos barrios pobres donde una iglesia hace obras de caridad y les calma el hambre a niños barrigones de lombrices y medio desnudos pero felices, es una acción conmovedora que procuramos mantener. Por los siglos de los siglos.
Nosotros, la gente de bien, vemos la política más bien de lejos. Lo nuestro es la producción. Claro que, como defensores de la democracia, aportamos a los candidatos para sus campañas. Ellos, agradecidos, una vez en los cargos intentan tratarnos bien en nuestros negocios. Siempre les decimos que no, que no nos interesa nada a cambio y seguimos adelante concentrados en nuestras cosas.
Nosotros, la gente de bien, creemos que un gobierno de izquierda sería buenísimo por sus ideas sociales y de apoyo a los más pobres (sí, a nuestros más ácidos críticos, pero tenemos el alma grande). Sin embargo, pensamos que no tenemos la madurez política necesaria para que sus propuestas sean aplicables. Cuando seamos parecidos a Noruega o a Suiza, no duden en contar con nuestros impuestos.
Mientras tanto, nosotros, la gente de bien, seguiremos apoyando las causas que nos han traído hasta este mar de tranquilidad, sosiego y paz, hasta este país repleto de oportunidades e, infortunadamente repleto de pobres que, prometemos solemnemente, cada día serán más.