Ayer, por fin, se cumplió el funeral de la reina Isabel de Inglaterra quien partió de este mundo el 9 de septiembre. Sus restos reposan junto a los de esposo en la capilla San Jorge en el castillo de Windsor.
Para los británicos admiradores de la monarquía muchos de los cuales salieron a las calles a ver pasar el ataúd y lloraron desconsoladamente en el trayecto de más de 500 kilómetros que recorrió la caja, la pompa del funeral es algo natural para quien ejerció con éxito su reinado. Un funeral, por demás, preparado con años de anticipación y en el cual la propia muerta tuvo qué ver en su organización y detalles.
Pero para el resto de los mortales, un funeral de 10 días con un inmenso y pesado féretro recorriendo varios lugares del país y una ceremonia final milimétricamente calculada cuyos participantes no parecían vestidos sino disfrazados, es por lo menos extraño por no decir chocante.
Porque está bien que dentro de su reino se admire a un rey, en este caso a una reina pues, en teoría, mantuvo sus confines protegidos y seguros. Una versión romanticona del asunto como debe serlo pues a estas alturas de la humanidad, que existan reyes y reinados raya en la fantasía.
El llamado reino de Inglaterra es eso: un reino que, como casi todos, buscó las riquezas fuera de su territorio y no dudó un instante en apropiarse de lo que encontró y mantenerlo a costa de la vida de sus dueños originales. India es un ejemplo. Pero hay uno más cercano y reciente: Las islas Malvinas que los argentinos tienen frente a sus costas pero que “pertenecen” al Reino Unido desde cuando las invadieron por primera vez hace siglos. Cuando Argentina intentó invadirlas en una operación militar a todas luces irracional, le respondieron con todas las armas del imperio.
Y hablando de imperios y de saqueos, se dice que la única razón por la cual las pirámides de Egipto permanecen en su lugar original, es que su peso impidió llevarlas a Londres adonde los ingleses se llevaron los principales tesoros egipcios los cuales exponen impunemente en un museo que se llama, irónicamente, Museo Británico.
Así que el funeral de la reina seguramente dejó tristes a millones de ingleses, pero fue indiferente a la mayoría de la humanidad. Más que indiferente, con algo parecido al disgusto. Disgusto que quedó muy bien representado en su sucesor, Carlos III el cual debe ir preparando sus pompas cuidándose de no gastarse tantos días porque seguro que ni los propios ingleses se resistirán tanto.