OPINIÓN: MAURICIO GUZMÁN CUEVAS
Si para acceder a un puesto en nuestra sociedad se necesita mover influencias y palancas a diestra y siniestra, ¿se imaginan ustedes quienes presentan méritos para acceder a una condecoración?
El 80 % de los condecorados acuden al dispensador de honores para que les favorezca sin mérito distinto a lagartearse dicha distinción. Así lo reveló una investigación sobre la suerte de las máximas distinciones como la Cruz de Boyacá que hizo el noticiero de Caracol TV este pasado domingo.
Le faltó al expresidente Iván Duque solo otorgársela a sus escoltas y familiares. Fueron decenas de amigos íntimos y dependientes a los que arrojó una medalla con la Cruz.
Este comportamiento me hizo recordar a otros presidentes que obraron igual y que más allá de la indignación del momento nada les pasó.
Turbay era muy dado a seducir a sus encantadoras pretendidas condecorándolas en las partes íntimas con la cruz, como denunciara en la plenaria del senado Marino Rengifo Salcedo en debate famoso que hiciera al Mingobierno German Zea Hernández sobre la conducta reprochable del presidente y el gobernador del Valle de ese entonces, en el pent house o «pene house», como llamaban al apartamento que le entregaban al gobernante para vivir en el último piso del edificio de la gobernación.
Solía el gobierno de aquel entonces desplazarse a las regiones para dizque administrar descentralizadamente.
Al término de la sesión plenaria el Mingobierno ofreció la cabeza del gobernador y terminó el bochornoso incidente.
Fui testigo como secretario de la gobernación al final del gobierno Turbay del incidente de Cúcuta cuando en una de esas jornadas descentralizadoras el presidente debía condecorar al obispo y por haber preferido amanecerse con una de sus damas de compañía, ignoró cumplir la cita para imponerle la tan anhelada distinción. Se armó Troya y aunque los medios colombianos y venezolanos presentes pretendieron ignorar el desplante, monseñor Rubiano lo puso en evidencia pública.
Recuerdo en mi caso como gobernador y alcalde que uno de los puntos mensuales de la agenda con el jefe de protocolo era la de revisar las peticiones sobre condecoraciones que debían hacerse a una vida institucional o personal.
En eso siempre se es generoso so pena de graduar de enemigos a quienes se les niega. Pero llegar a repartir condecoraciones a todo el que pasa por el edificio gubernamental o a los empleados de uno es una ligereza odiosa reservada a los más influyentes.
Ante la insistencia de las peticiones recuerdo que el día de la vallecaucanidad, fecha escogida para dichos homenajes, accedí a reconocer con las distinciones de rigor a eméritos vallecaucanos y a la vez crear 2 puestos de trabajo para nombrar allí a quienes después de 30 años de servir dentro del edificio a los funcionarios, iban a terminar sus vidas sin seguridad social ni pensión. Se trataba de «Pele», el embolador y «La Bizca“, quien había alimentado y endulzado la vida de muchos a la entrada de la gobernación.
Tengo ese recuerdo vivo porque, aunque llovieron críticas de algunos sectores encopetados, la emoción de sus rostros al recibir sus nombramientos llenó de alegría mi corazón.
Reconocer los méritos al esfuerzo, a la trayectoria, de la inventiva, etc. debe recibirse con agrado.
Lo que no está bien es que se usen esas distinciones para saciar la vanidad de cuanto petulante se acerca al poder.
El problema de Duque fue que jamás tuvo sentido de la medida. La prudencia y la discreción difícilmente sobreviven cuando la juventud y el poder se juntan.