OPINIÓN: JAIME OREJARENA GARCÍA

Jamás usaba la tiza ni el tablero excepto para intentar alguna explicación. No escribía, solo iba trazando rayas a medida que hablaba y terminaba con un “¡Ahí está, ahí está…!” y volvía a su posición de pie recostado contra el ventanal del salón. Sobre la pizarra algunas rayas, sobre su sotana, el blanco de la tiza.

Era el doctor Alfonso Muñoz Berrío, profesor de Filosofía y de Ética en el Instituto Técnico Superior (ITS), de Pereira, quizá el personaje más digno de recuerdo entre todos aquellos con los que se encontró la juventud del ITS en los años 70’s y 80’s.

Tenía un doctorado nunca supe en qué y despreciaba que le dijeran “padre” como les dicen a los curas. Y era cura, obviamente, pero no cualquier cura, no. Él no tenía iglesia o capilla asignada, no le interesaba tenerla ni a los que las repartían, dársela, estaba en el más alto nivel del magisterio, era rebelde ilustrado, políglota y daba las mejores misas del mundo: duraban menos de 15 minutos, no había sermón, solo se leía un segmento del evangelio, se decía el padrenuestro y un “pueden ir en paz”, que uno adivinaba al ver que el hombre recogía las cosas y lanzaba una bendición como de afán. Eran misas escasísimas y solo las daba en ocasiones muy especiales y bajo el ruego del rector.

El doctor Berrío siempre vistió de sotana negra, ya raída, usaba zapatos con carramplones que ayudaban a su único par a durar muchos años pues nunca se le vio usando transporte diferente al de sus propias piernas. Lo acompañaba un paraguas negro inmenso que colgaba de su brazo siempre y jamás lo vimos aceptar subirse a muchos de los carros que le ofrecían un aventón en su ruta permanente ITS – calle 17 con tercera, lugar donde vivía, ruta que muchos estudiantes también hacíamos pues nos habíamos gastado el pasaje en churros o en mango biche comprados por la reja junto a la portería.

Al doctor Berrío era normal verlo leer Playboy en inglés. Una aberración a los ojos de cualquier otro cura o profesor. Para él, no. Mientras leía los artículos de la revista, uno intentaba ver lo otro, lo que entendía, pero era cauto y sabía qué problema podía armar. La guardaba sin disimulo.

Usaba unos lentes redondos pequeñitos que dejaban ver unos ojos verdes que cuando querían eran simpáticos. Cuando querían y eso era poco frecuente.

El doctor Berrío nunca hizo exámenes escritos. Tenía otros métodos más efectivos: toda clase había examen. Al azar, cualquiera podía ser llamado a “¡la lección!” y debía salir adelante, pararse en la tarima y responder las preguntas del cura que siempre trataban del tema visto la clase anterior. Si uno empezaba a hablar paja, exclamaba “¡No divague, joven… no divague…!”. Y con un “puede sentarse” terminaba el suplicio. Por norma, los profesores debían llevar las notas en una libreta igual para todos. Uno se asomaba a la libreta de cada profesor y podía ver que números llevaba para ir haciendo cuentas. Pero con el cura era diferente: no usaba números sino letras del alfabeto griego. Uno se quedaba en las mismas.

Tampoco dio clase magistral jamás. Al comienzo del año, no recuerdo muy bien cómo, escogía un alumno que debía leer lo que él le indicara del libro de texto. “¡Lea el lector…!” ordenaba. Lo interrumpía cuando debía explicar algo y con un “continúe” el lector iba leyendo el tema hasta finalizar la clase. Mientras, el doctor Berrío permanecía de pie recostado contra el ventanal. No recuerdo haberlo visto sentado nunca.

En los descansos no iba a la cafetería de los profesores como hacían todos sus colegas. Se quedaba caminando en el patio, las manos atrás, la mirada al piso. Ida y vuelta, ida y vuelta hasta que llegaba la hora de otra clase.

En esas caminatas, el doctor Berrío era accesible. Ahí, si uno tenía suficiente valor, podía abordarlo para conversar. Fue en una de esas caminatas que el doctor Berrío me dijo: “Los judíos, joven, hacen lo que les da la gana porque son los dueños del dinero, son los dueños de Wall Street… No es un asunto de religión, joven, es un asunto de plata…”.

Debe ser por eso el silencio de tanta gente.

OPINIÓN: JAIME OREJARENA GARCÍA