Por: Jaime Orejarena García

PRINCIPIO DE PETER:
En una jerarquía, todo empleado tiende a
ascender hasta su nivel de incompetencia:
la nata sube hasta cortarse.
Laurence J. Peter

Aunque no se trata propiamente de una jerarquía (parece mas una rosca), el ascenso de Iván Duque hace honor al Principio de Peter: subir hasta alcanzar la propia incompetencia.

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A juzgar por lo que se conoce del hoy presidente, no era mucho lo que tenía que mostrar pues de ser burócrata de un banco chupasangre (sí, todos lo son, pero esos que prestan a los países son de mejor apetito…), de vivir con holgura en Washington, hacerle allá la segunda a su presidente eterno y acostarse normal un día para amanecer convertido en senador por el poder de esa misma eternidad, la competencia del señor no estuvo nunca propiamente demostrada. Y menos puesta a prueba.

Tal vez su paso por el senado es la única pista. Pero allí, como todos los elegidos por el supremo poder, nuestro Peter Duque solo sirvió para hacer eco del pensamiento de su jefe, de su hacedor, de su legítimo perjudicador como dijo Fernanda del Carpio de su marido, Aureliano Segundo.

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Es fácil recordarlo en su curul con cartelitos que le pedían al gobierno Santos lo que su hacedor nunca hizo y él nunca hará. Famosa la imagen donde su padre eterno le roba la lonchera mientras él, distraído en sus deberes patrióticos, no puede evitarlo aunque de haberlo visto, a lo mejor le habría llevado una Coca Cola.

Si Bogotá tuvo un embolador de concejal (lustrabotas, dirán los de correcto lenguaje aunque nunca llamen así a quien les limpia los zapatos…), no había razón para que Colombia no tuviera un Duque senador. Y ya entrados en gastos, presidente. Como Pastrana Andrés a quien va superando de lejos…

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Lucho, el embolador, a lo mejor nunca se preguntó si él era apto para ocupar el cargo. Simplemente quiso hacerlo, algunos con intereses lo impulsaron y fue noticia en el concejo de la capital por sus excentricidades. Hasta serie de televisión le hicieron. Fue un Peter Lucho, pero se le excusa. No tenía ni la formación ni los ingresos como para decir que no, que gracias pero que él no servía para eso y no necesitaba ni ese sueldo ni las demás prebendas.

Pero Peter Duque sí pudo decir que no, sí pudo ser consciente de su propia incapacidad, de su falta de competencia, pudo mirar hacia atrás y concluir que no había hecho absolutamente nada antes como para poder afirmar que podría hacerlo después, pudo – y se supone que la universidad ayuda a pensar-, darse cuenta que era promovido por el eterno solo porque él sabía de sus propias carencias, de su falta de competencia. Y porque tenía la cara perfecta para vender tranquilidad.

Pero no. Peter Duque decidió  hacerle un monumento al principio de la incompetencia y ascender hasta el segundo grado más alto en la jerarquía y creerse el cuento que podía ser presidente.

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Sus continuas metidas de pata son solo la consecuencia de una incompetencia que lucha por demostrar que no existe. Y así, nada en un pantanero: mientras más se mueve, más se hunde. Y con él, todos.

Ejemplos del Principio de Peter abundan. Pocos son capaces de aceptar que su competencia tiene límites y una vez deciden ascender en la jerarquía – o en la rosca en el caso de Peter Duque-, no renuncian sino que tratan de demostrar lo indemostrable. Ahí se convierten en sujetos sin voluntad. Iba a escribir “se convierten en títeres” pero, la verdad, los títeres merecen todo mi respeto.