Habib Merheg Marún

Hablar de La Guajira es hablar de las salinas, de los wayús, de Cerrejón, del desierto. Hablar de Uruguay es hablar de fútbol, de buena calidad de vida, de agroindustria, de Mujica.

Hablar de La Guajira es también hablar de lo que fueron la “bonanza marimbera” y Maicao como centro del contrabando, lo que ha sido de sus muchos gobernadores presos y del drama de las decenas de niños indígenas muertos, literalmente, de hambre. Hablar de Uruguay es también hablar de los tiempos de dictadura, de operaciones cóndor sincronizadas con sátrapas del vecindario y de un desmejoramiento de los índices económicos que viene desde hace años.

Pero hay algo que une a la región del norte de Colombia con el país suramericano: ambos se mueren de sed.

Según cifras de la Superintendencia de Servicios Públicos de Colombia, a diciembre del año pasado la mitad de los pobladores de La Guajira no tenía acceso a una fuente de agua mejorada y en el sector rural, la crisis sube dramáticamente: solo 13 de cada 100 habitantes cuentan con ese acceso.

Recalco la frase “fuente de agua mejorada” porque ni siquiera se habla de agua potable sino simple y genéricamente, mejorada. Con lo que quiera eso decir…

Las razones para que el drama sea de tal magnitud, se originan en la naturaleza de la zona cuyo ambiente desértico domina gran parte del departamento; a la desviación de cauces por la industria y a la mala administración de los recursos destinados a explorar pozos profundos que garanticen el suministro de manera continua en la zona rural.

Que, en La Guajira, Colombia, sus habitantes padezcan el drama de tener que vivir sin agua, es una crisis grave, pero de cierta manera entendible: es una zona desértica abandonada por el estado y con administraciones públicas caracterizadas por el saqueo y la corrupción.

Pero que Uruguay y sobre todo su capital Montevideo -que ha ostentado uno de los mejores niveles de vida y ha tenido indicadores de país europeo-, no tenga agua, es una alarma mundial respecto a lo que como humanidad estamos haciendo con el recurso natural.

Uruguay está sobre una de las reservas de agua dulce más grandes del mundo y tiene un número de habitantes que no llega a los 4 millones (la mitad de Bogotá). Hoy de sus grifos sale agua con sabor a sal.

El país padece una de las peores sequías de su historia y lleva 3 años en los que las lluvias no caen como deberían lo que llevó al río Santa Lucía -que abastece sus principales embalses-, a niveles dramáticamente bajos al punto que la solución de la empresa estatal Obras Sanitarias del Estado (OSE), fue tomar parte del agua faltante de una fuente que está muy cerca del río de La Plata el cual recibe aguas oceánicas. Hoy, en Montevideo, de las llaves sale agua dulce mezclada con agua salada. Una pócima extraña.

No es agua potable, pero manda un mensaje menos terrorífico que el que recibiría la población al abrir la llave y no ver salir nada.

La crisis del agua en La Guajira fue una de las razones que llevaron al presidente Gustavo Petro a trasladar su gobierno allí durante una semana. El tiempo dirá si todo lo que se anunció cumplió los objetivos o ese departamento una vez más, fue víctima de las promesas sin cumplir.

Allá como aquí, la mano de las multinacionales se deja ver en la crisis: en La Guajira señalan a las empresas mineras de desviar las aguas de los ríos y apropiarse de las mismas. En Uruguay, una nueva y gigantesca planta de transformación de madera es señalada de que una vez entre en operación, consumirá diariamente el agua que necesitarían millones de hogares.

Como si fuera poco, ya se confirmó que habrá fenómeno de El Niño con sus consecuencias en el aumento de la temperatura y la escasez de aguas lluvias por tiempo prolongado.

El tema comprueba una vez más que sin importar latitudes, idiomas, religiones, preferencias políticas, somos una sola raza que habita un planeta finito y estamos expuestos a los mismos riesgos. La sed es igual en una ranchería de La Guajira que en el más exclusivo barrio de Punta del Este en Uruguay.

Habib Merheg Marún