Dolor en el mundo civilizado por el incendio de la catedral de Notre Dame en París, un símbolo de la historia universal que se había mantenido en pie, a pesar de las guerras y la barbarie humana.
Observando las imágenes ayer sobre este episodio y la reacción de los franceses y del mundo entero, vino a mi memoria, episodios donde el hombre ha sido enemigo de sí mismo, destruyendo su obra, el fruto de su esfuerzo.
Pueblos enteros que con su arte dieron testimonio de su creación y renacimiento, mientras algunos se sienten con licencia de destruirlas para someter al otro.
Todavía hoy, como en el medio oriente, legados bellísimos siguen siendo arruinados por la locura colectiva de la violencia que anida en muchas sociedades.
Ni para proteger la vida, ni para salvar lo construido, muchos no han logrado ponerse de acuerdo en mecanismos civilizados para resolver sus diferencias, sus conflictos.
De Colombia podríamos decir que hemos intentado varias veces avanzar en fórmulas que eviten la destrucción y el derramamiento de sangre, pero no hemos culminado bien esa tarea.
Tenemos que lograrlo.
Porque aquí entre nosotros, en cada pueblo o ciudad tenemos obras de generaciones anteriores que también nos enorgullecen.
Dios es el centro neurálgico de la obsesión. El marco conceptual del creyente va desde los rincones del odio y el desprecio por el dogma religioso del prójimo, a la benevolente aceptación de que aún en nuestra fe, podemos ser diferentes.
Todavía recuerdo con dolor, las imágenes televisivas del medio oriente, donde una horda de individuos que, utilizando el nombre de Dios y queriendo borrar de la memoria de la historia, a punta de martillo y maquinaria pesada destruyeron los vestigios de culturas qué profesaban su amor y respeto por varios Dioses.
Mujeres, hombres y niños lapidados por su tradición social o como en varios rincones de África, por pertenecer a tribus distintas.
Todas estas realidades, solo nos evidencian qué el hombre será siempre lobo del hombre, no tenemos salvación, esta es una especie qué lleva inmersa en su ADN la semilla de su destrucción.