Isaac Rodríguez llegó a Quibdó en 1935, cuando apenas era un joven cura. Su misión, apoyar las misiones de la comunidad claretiana debilitada por la partida de 62 sacerdotes que habían dejado el Chocó abatidos por las duras enfermedades y condiciones del Pacífico; ocho habían muerto y los demás tenido que regresar enfermos a España, producto de su débil capacidad de adaptarse al medio ambiente del pacífico.

El Cura Isaac no era colombiano, como muchos creen, había crecido, como buen hijo de campesinos, cuidando ovejas en las montañas nevadas del Cantábrico en España. Un tipo de carácter fuerte y claro en su metas y responsabilidades, pero en el fondo con un gran corazón.

(Arriba) El padre Isaac con sus estudiantes. (Abajo) Uno de sus discípulos ahora está frente a la banda de la iglesia

Gracias a él, llegó la oportunidad de traer la música clásica a los niños y jóvenes chocoanos con talento pero sin ningún tipo de formación. Trajó la experiencia de los coros eclesiásticos después de haber tenido bajo su mando la dirección musical y el órgano de la iglesia de Pamplona en el que desplegaba su sabiduría de canto gregoriano.

Isaac inició su expedición a América, un año antes de que se desatara la guerra civil española. En su despedida bañado en lágrimas cantó: “No volveré, madre, consuélate, porque si me embarqué fue por mi vocación. Ante el sagrario, arrodillado, por ti, oh madre, ruego al Señor. No volveré, no volveré, no volveré”… Y nunca regresó, ni siquiera cuando el Concilio Vaticano segundo le abrió la posibilidad a los misioneros de retornar a sus países de origen. Ni las cartas, ni los alegatos de su familia, ni las sugerencias de sus superiores lo hicieron romper con su palabra. El pasaporte sin estrenar, solo con el sello de entrada a Colombia, fue uno de los pocos papeles que dejó antes de morir.

Un cura español, el maestro de los creadores del grupo Niche

Traía como tarea formar la misión de Lloró-Bagadó, en el medio Atrato donde permaneció doce años levantando capillas y acondicionando casas curales. Recorría el río de arriba abajo en una canoa y así se fue ganando el corazón de los chocoanos.

En 1948 cuando el odio entre liberales y conservadores se respiraba por todas partes el padre Isaac se mantuvo firme. Se radicó en Quibdó y además de su tarea religiosa, se dedicó a formar coros y enseñar música. Fundó una escuela parroquial para hacer germinar la semilla musical que los negros llevaban adentro, llegada con los ancestros esclavos desde el África. Una mezcla de ritmos que tomó distintas formas como el guagancó.

En ese entonces la música del Pacífico no había sido reconocida dentro de los ritmos colombianos porque no existían partituras ni letras de currulaos ni abozaos. La tambora chocoana se empezaban a fusionar con las flautas indígenas y con los sonidos europeos del clarinete, los platillos, el redoblante y el bombardino, dando como resultado la chirimía; un formato compuesto por instrumentos europeos pero interpretados con la fuerza y la energía que les transmite a los chocoanos, el río Atrato.

El padre Isaac supo identificar la materia prima, el talento natural y cualquier desafine lo castigaba a cocotazos, con jalones de orejas o su mirada castigadora con la severidad de sus ojos grises, que dolía mucho más que cualquier regaño. El español había entrenado el oído de sus estudiantes con los clásicos de Mozart, Chopin y Beethoven y no veía con buenos ojos que se quisieran desviar por los ritmos populares, pero esa música negra que les corría por las venas terminó transformándose en cartillas musicales. Muchos empezaron a arreglar las canciones populares y a escribirlas en partituras siguiendo las enseñanzas del Rodríguez y copiando la forma de las que les llegaban de España con los clásicos que tocaban en la iglesia.

Así la música del Pacífico pasó de lo empírico a la lectoescritura musical que motivó a los músicos de Quibdó a reconocer y respetar sus ritmos pero sobre todo a asumirlos con seriedad. En un armonio viejo de fuelles, muchos aprendieron a teclear y poco a poco se lanzaron a componer piezas complejas. El padre Isaac, además de todo, se convirtió en un formador de profesores y gracias a él, nacieron las clases de música en los colegios del Pacífico que terminaron inspirando a jóvenes como los de Chocquibtown.

Rodríguez se paseaba por el malecón donde aún golpea el Río Atrato, con su sotana blanca, paraguas negro en una mano y la Biblia en la otra, presto a conversar a alrededor de una cerveza. Acompañó sin dubitación junto a los compañeros claretianos las protestas de los años 70 para pedir energía eléctrica, agua potable, carreteras y créditos para los campesinos, demandas incumplidas cuarenta años después.

Pero el verdadero lugar de encuentro era la catedral de Quibdó donde el Padre mandaba con la música. Enseñaba solfeo y composición con el mismo rigor con el que lo habían educado en España. Y de su persistencia y sabia docencia nacieron maestros como Alexis Lozano creador de “Guayacán Orquesta”, Jairo Varela del “Grupo Niche”, Neivo Jesús Moreno director del grupo infantil “Batuta” y el polifacético Hansel Camacho.

Con su evangelización profética y liberadora le apostó al mundo negro que era y sigue siendo para muchos, la causa de los perdedores. El padre Isaac supo compartir las angustias, las privaciones y las esperanzas de los chocoanos hasta que partió el 24 de diciembre de 1989 a los 91 años.

Investigación; Isabella Bernal

Habib Merheg Marún