Opinión: Gustavo Álvarez Gardeazábal

Nunca lo podré olvidar. Eramos muy niños pero fue demasiado impactante. Amparo Uribe Arango, la señorita Antioquia, que había sido elegida “Princesa del Mar” en el reinado de Cartagena en 1949 se casó con Eduardo Sarmiento Lora, el hijo menor y el contemplado del rico del Centro de Valle. Como regalo de bodas le obsequió a su mujer un Cadillac convertible aguamarina, que solo veíamos en las películas cuando los manejaban los millonarios del Hudson. Amparo se paseaba en él por las calles de Tuluá , revestida de pava y guantes blancos hasta los codos, una traje straple y un par de lunares, uno en la cara y otro en la espalda ,que nunca supimos si eran de verdad o se los pintaba para parecerse a María Félix.

Viendo por estos días a Jenny, la hija de Ambuila, el empleado de la DIAN de Buenaventura, que se daba lujos comparables en las calles de Miami montando un lamborgini convertible, pienso en los límites de la vanidad femenina que nunca permite timbres de alarma cuando se sobrepasa. Amparo Uribe creyó que la pobresía o las señoras de Tuluá no se iban a ofender. Jenny Ambuila estaba convencida que los gringos no vigilan cualquier gasto o consignación mayor a 10 mil dólares. La “ reina del mar” no estuvo enterada que en Tuluá la detestaban por ostentosa y cuando Eduardo, gocetas y mujeriego la dejó, nadie osó defenderla o echarle la culpa al libidinoso heredero de los Sarmiento.

Por estos días es igual. Todos le echamos la culpa del desfase de Ambuila a la pretenciosa de Jenny, no a la picardía de su progenitor, que estuvo amparado siempre por la mafia de la Dian y la Polfa, a los que nadie se atreve a tocar o tan siquiera a hurgar en sus procedimientos porque son una familia más numerosa y poderosa que los morochos Ambuila de Buenaventura y no se dejará arrebatar los privilegios que el uniforme y la osadía bien administrada les permite.

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