OPINIÓN: MAURICIO GUZMÁN CUEVAS

«Los muertos que vos matáis, gozan de cabal salud».

Para una tercera presidencia del Brasil fue elegido el pasado 30 de octubre por el voto popular Lula Da Silva, de origen de izquierda en segunda vuelta, derrotando la reelección del ultraderechista presidente, Jair Bolsonaro.

Para la mayoría de los analistas políticos cuando Lula anunció su decisión de volver a la presidencia por tercera vez les pareció casi que un imposible. Después de haber sido sus gobiernos y el de su sucesora Dilma, señalados y condenados por los peores escándalos de corrupción con los particulares, tales como la empresa Odebrecht etc., pocos apostaban por una resurrección política. 

Después del desgaste de la izquierda por estos comportamientos lograron endilgarle a Lula responsabilidad penal por la adquisición de bienes sin justificación patrimonial.

Fue apresado y condenado por una justicia politizada que según, siempre sostuvo en su defensa, desechó arbitrariamente sus soportes y pruebas de inocencia. 

«La victoria de Lula era algo impensable hace unos años por los múltiples procesos de corrupción a los que tuvo que hacer frente, pero en 2021 la Corte Suprema anuló las condenas que le hicieron pasar 580 días en prisión, recuperando así sus derechos políticos».

Pues bien, después de esto decidió someter su nombre otra vez al veredicto del pueblo para que este valorara su compromiso retomando sus banderas de un Brasil más humano, sin hambre y económicamente sostenible respetando el medio ambiente.

Para ello recordaron las cifras de mejoramiento que se alcanzaron en sus mandatos en cuanto a mejoramiento de la calidad de vida y crecimiento económico. 

Al frente de su partido de los trabajadores logró construir una coalición amplia con partidos de centro y derecha. Escogió como compañero de fórmula a Geraldo Alckmin, un líder de la centroderecha al que derrotó en las presidenciales de 2006, lo acercó al voto moderado que recelaba del Partido de los Trabajadores. Lula sumó el apoyo, a título personal, del expresidente socialdemócrata Fernando Henrique Cardoso, un rival histórico. A todos ellos los movió un espíritu de cruzada democrática contra los discursos de odio propalados por Bolsonaro. Por la izquierda, Lula recuperó a figuras como la exministra de Medio Ambiente de su primer Gobierno, Marina Silva.

Al mostrar su intención de gobernar con espíritu suprapartidista logró diferenciarse del sectarismo del gobierno de Bolsonaro y despertó el interés de rectificar manejos erráticos del actual gobierno como:

El mal manejo de la pandemia con más de 680.000 muertos por coronavirus, su desastrosa gestión pasó factura a Bolsonaro. Los brasileños no le han perdonado el retraso en la compra de vacunas, miles de muertes evitables y que no mostrara empatía por las víctimas. 

El manejo arbitrario de los asuntos públicos del actual presidente generaron un temor creciente en la población por el discurso de odio que apasionadamente manejaba el gobierno. Lula incorporó el amor la compasión y el perdón como valores de su gobierno logrando así el apoyo de sectores religiosos de derecha que hasta hace poco lo rechazaban.

El hambre actual le pasó factura a Bolsonaro pues el buen recuerdo de los programas sociales de Lula movilizó la memoria y el voto a su favor. 

Más allá de estas circunstancias y hechos que rodearon su triunfo no se puede catalogar como el triunfo de una ideología.

 Su victoria es la consecuencia de un líder de verdad. Que ha dado testimonio toda su vida de su valor humano; de su fuerza batalladora; de su inclaudicable compromiso e ideales y su dignidad para enfrentar la injusticia sanando sus heridas sin que su corazón se llene de odio.

Lula no cuenta con mayorías en el legislativo para producir solo los cambios. Pero salta a la vista que las logrará dado su responsable manera de lograr consensos. 

Su Talante y experiencia puede servirles a muchos gobernantes del continente para seguir su ejemplo.

Que el poder sirva para transformar y superar las inequidades y no para vengarse. De eso no queda nada.